domingo, 11 de abril de 2010

En Ítaca, Penélope (Memorias del niño divino)

Como Godot, Guillermo Rousset nunca llegó –o más bien, llegó tarde para avisar que no llegaba, y se fue. Lo esperaban mis padres una noche. Sobre la mesa del comedor había viandas y alcohol, platos y vasos. Un hijo muy enfermo era la razón. Rousset era el dios tutelar de todas las enfermedades del alma y una leyenda en la familia y entre los conocidos. No recuerdo las cifras, de cualquier manera impresionantes, y a saber si verídicas: ocho o diez o doce matrimonios. Decía mi padre, divertidísimo: eso es lo de menos; lo que pasa es que Guillermo cada vez que se divorcia, cambia de casa y cambia de empleo. Vaya tipo. Comunista que entraba y salía del partido, un día mató a un hombre. Unos dicen que el muerto era policía; otros, que mató por celos. Huyó a Francia y luego a Argelia. Allá mató a otro hombre. Huyó. Regresó a México, a mediados de la década de 1970, cuando faltaban meses para que prescribiera el delito del primer homicidio. Lo encerraron. Salió y fundó una editorial. Dicen que organizó un partido pro-albanés y otro pro-coreano. Mucho tiempo después, a saber por qué, me invitó a su casa para hablar de Francisco Bulnes (quien lo obsesionaba casi tanto como Ezra Pound). Tocamos este tema y aquel, y repentinamente empezó a enfurecerse con una mujer ausente. Armando Cámara me mira a los ojos y me dice sin emoción: ya vete. Me fui. Vaya tipo.

Por Ariel Rodriguez Kuri

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